Historia

Después del Golpe de Estado de 1973, el teatro en Chile se encuentra relegado a una constelación de espacios marginales: la censura, la clandestinidad, la detención y el exilio.

Es decir, que más allá de la persecución en contra de individuos/as y sectores “subversivos”, el sistema y ordenamiento que instaura la dictadura firma en esencia la imposibilidad condicional del teatro en cuanto práctica social de un espacio político.

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El campo de concentración como tecnología del biopoder

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Teatro concentracionario en Chile: definición y características

1. El campo de concentración como tecnología del biopoder

Dentro de esta nueva geografía política para el teatro en dictadura (censura/clandestinidad/detención/exilio), el campo de concentración representa uno de los espacios extremos de la represión.

El campo de concentración es unos de los lugares más paradójicos de todo el “archipiélago” biopolítico que sostiene al régimen civil-militar. Es el no-lugar por excelencia, manifestación concreta de un deseo por desaparecer a todo “cuerpo superfluo” – en este caso “para desaparecer todo un espectro de la militancia política, sindical y social que impedía el asentamiento hegemónico del poder” (Calveiro, 1998)1 dentro del proyecto-ficción social y político que instaura el régimen dictatorial chileno.

Hay que considerar, sin embargo, que, en la última década, el uso de la categoría concentracionaria ha sufrido (en cuanto a sus aplicaciones a la realidad chilena) un declive considerable desde la academia. No obstante, nos parece propicia esta terminología, y así apostar a mirar al fenómeno concentracionario desde su “origen político”.

Si bien la gran mayoría del archipiélago represivo chileno estaba constituido por una miríada de centros de detención, tortura e interrogatorio similares a los desarrollados por las dictaduras argentina y uruguaya (Ana Guglielmucci y Loreto López se refieren a ellos como «centros clandestinos de detención, tortura y exterminio» -o CCDTE2), o a otras instituciones civiles (cárceles públicas, etc) destinadas a recibir a contingentes de “presos políticos”, la lógica y el funcionamiento de aquellos era muy distinta a la de los «campos de concentración» en los que se centra esta investigación.

En el caso de Chile, de los más de 1100 centros de represión que operaron durante los diecisiete años que duró la dictadura civil-militar, fueron unos 13 recintos los que conformaron el dispositivo de concentración propiamente tal: Pisagua, Chacabuco, Puchuncaví-Melinka, Ritoque, Tres Álamos, el Estadio Nacional, el Estadio Chile, Tejas Verdes, la Isla Quiriquina y la Isla Dawson.

Mientras los estadios operaban como «campos de tránsito» y de tortura, y sus internados destinados a otros centros de tortura, el asesinato y la desaparición; los demás «campos de concentración» chilenos funcionaban más bien como centros de internamiento (concentración) a largo plazo. La práctica del asesinato y la tortura era posible y a veces frecuente en algunos de ellos, pero no sistemática: en otras palabras, no estaban destinados fundamentalmente a esta función3.

No obstante, tanto Tejas Verdes como el campo de Isla Quiriquina no parecen haber dado lugar al desarrollo de una actividad teatral significativa. Se podrá quizás argumentar que Tejas Verdes, desde principios de 1974, estuvo administrado por la DINA – organización que se apoderó del lugar para conducir interrogatorios y torturas sistemáticas incluso después de el cierre oficial del campo, en abril de 1974. Se podrá postular luego que determinadas características arquitectónicas podrían haber facilitado en gran medida el desarrollo de una actividad teatral más o menos estructurada (como ocurría en los campos soviéticos o nazis), excluyendo por ejemplo a los estadios o a Quiriquina de esta lista.

2. Teatro concentracionario en Chile: definición y características

Si importa insistir, a más de 50 años del Golpe, en asentar como tal el concepto de teatro concentracionario para pensar la realidad chilena; es primero porque no cualquier sistema concentracionario produce un fenómeno teatral; y porque permite, luego, hacer visibles tanto analogías entre sistemas ideológicamente muy disímiles (como lo son por ejemplo la dictadura chilena y la Unión soviética) como diferencias radicales entre contextos históricos y culturales aparentemente cercanos (como Chile y Argentina) pero donde el surgimiento o no de un fenómeno teatral concentracionario da pruebas de una configuración del sistema de concentración fundamentalmente distinta.

¿Qué es entonces un teatro concentracionario? ¿Cómo se logra desarrollar una actividad teatral dentro de la institución concentracionaria? ¿A qué se parece? ¿Dónde y cómo se instala e instituye?

En Chile, Carlos Genovese o Jorge Montealegre han dado cuenta de actividades y formatos teatrales dentro del sistema de represión desde finales de septiembre 1973:

“Era primavera, un frío horrible, horrible, y después de estar ahí a la intemperie, debajo de las graderías y que nos pasaban una frazada para dos – de repente, en las noches, se empezaron a hacer unos círculos. La forma más primitiva que exista en la sociedad humana.

 

Se juntaba la gente para conversar un poco, sobre el día, y algunos te contaban su historia, otros que tenían miedo a que hubiera soplones no lo hacían… Y con esa necesidad de entretención, la necesidad profunda de recrearse y pensar en otra cosa, lo que predominaba era la narración oral. Empezaban contando chistes, había verdaderos chistólogos, gente que cuenta muy bien los chistes u otras anécdotas que le habían pasado antes, incluso durante la detención, y que eran tragicómicas ¿viste?, de humor negro. De repente alguien que tenía una facilidad, cantaba una canción; alguno que era más histriónico, se paraba para contar algo y hacía los personajes, actuaba de alguna manera. Era un pequeño unipersonal lo que se hacía, y todo el mundo aplaudía.

 

Era una manifestación primaria, sentí yo, de cómo tiene que haber sido cuando el hombre descubre y crea el lenguaje. Nos salíamos completamente del Estadio, estábamos en el chiste, estábamos reviviendo la historia del otro, comparándola con la de uno, que es lo que uno hace cuando te cuentan ¿no?, viendo al otro.”

Carlos Genovese, en Rostollan-Sinet, C. (2023). 17 años de teatro en dictadura. Entrevista a Carlos Genovese. En ArtEscena, 15, p. 115.

“El teatro de Chacabuco se inició en el barco Andalién, donde Gonzalo Palta, Gastón Baltra y Juan Fuentes decidieron hacer un grupo de teatro del absurdo.

 

Lo primero fue la presentación de La jaula, pantomima escrita por Alejandro Jodorowsky cuando este trabajaba con Marcel Marceau. En la obra, los mimos representan la angustia de la prisión en una jaula invisible. En ella los prisioneros se desesperan buscando una salida, empujando las paredes hasta que rompen el muro, salen de a poco, se sienten libres, pero llegan a una jaula de vidrio más grande aún.
La libertad es una ilusión silenciosa.”

Montealegre Iturra, J. (2018). Derecho a fuga. Una extraña felicidad compartida. Asterion, p. 279.

Semejantes actividades, a muy pequeña escala, también aparecieron en el recinto concentracionario «gemelo» del Estadio Nacional: el Estadio Chile.

En pos de esto, actividades teatrales de mayor envergadura se empezaron a organizar y estructurar significativamente en siete campos de concentración más, a lo largo del territorio nacional. Este fenómeno acompañó todo el periodo de funcionamiento del sistema concentracionario chileno, hasta el cierre de los últimos grandes complejos de campos de concentración, a mediados del año 1976.

En los siete campos donde se estableció la actividad teatral a gran escala (Pisagua, Chacabuco, Ritoque, Puchuncaví-Melinka, el campo de hombres de Tres Álamos y el campo de mujeres de Tres Álamos, y el campo de Isla Dawson), ésta se realizaba públicamente y estaba sujeta a autorización por parte de la autoridad militar del campo.

Sin embargo, la «dirección artística» de las producciones permanecía en manos de los/as prisioneros/as-artistas. Las obras se creaban y representaban principalmente para el público del campo de concentración, y delante de un público mixto conformado por presos/as, guardias y oficiales.

En determinadas ocasiones, se ha hallado registro de la presencia de familiares de oficiales ingresados/as al campo especialmente con el fin de asistir a las obras. En los campos donde se permitían las visitas, otras producciones estaban destinadas a niños/as y a familias de los presos que ingresaban por el día.

El fenómeno teatral concentracionario chileno se caracteriza en gran medida por su dimensión generalizada, oficializada y regularizada; así como por la producción de obras y formatos teatrales creados por y para los/as presos/as; y desarrollado dentro de un contexto idiomático (el español) y cultural homogéneo y compartido («identidad nacional» chilena). Por ende:

1. Se trata de un fenómeno generalizado, sistematizado, visible e instituido (hasta podríamos decir: institucionalizado). En este aspecto, se diferencia del fenómeno teatral concentracionario nazi, principalmente clandestino – con la excepción de algunos casos.

2. La dirección artística de los montajes se gesta de manera independiente de la administración concentracionaria; está orientada por un principio de resistencia; y se convierte en un motivo de orgullo para los/as internados/as. Estos aspectos lo diferencian del caso soviético, donde la sistematización e institucionalización del movimiento teatral concentracionario respondía a una verdadera “política cultural” coordinada por el Estado totalitario. En los campos chilenos, en cambio, el grupo de teatro constituye una entidad autónoma; sometida, por cierto, al control y la aprobación de la administración concentracionaria pero no encargada por ella de cumplir con ningún proyecto ideológico-cultural. El proceso no nace como iniciativa del Estado represor, y es entonces considerado “por todos/as” como una práctica de resistencia y subversión en el mismo momento en que la desarrollan.
El fenómeno en Chile es generador de una narrativa positiva, restaurativa. Tanto teatristas como parte del público concentracionario analizan el fenómeno como una “victoria intelectual”, un acto de resistencia significativo y un motivo de orgullo.

3. Se caracteriza finalmente por ser un fenómeno performático de la identidad nacional-cultural. La autorización e institucionalización del teatro concentracionario en Chile depende fundamentalmente de la sociología muy singular del sistema de concentración que implementa la dictadura, puesto que tanto presos/as como militares eran chilenos/as. Además, la administración de los campos se distribuye entre ramas de las F.F.A.A. con genealogías, estructuras, ideologías muy diversas; la administración de la institución está en manos de una mezcla de militares de carrera y de conscriptos, con procedencias sociales y políticas, ideologías y vocaciones represivas también muy diversas.

El teatro concentracionario representa un fragmento considerable y un momento significativo de la historia teatral chilena en los setenta. No se trata de fenómenos dispersos, esporádicos e inconexos, sino de un fenómeno artístico-político generalizado a todo el país, y constante a lo largo del periodo 1973-1976.

Más de cien obras, montajes y performances se han inventado, escrito o representado en el universo concentracionario en un plazo de tres años, un repertorio abundante que lamentablemente, hoy por hoy, ya no se podrá lograr reconstituir del todo. Por lo mismo, lo imperante de levantar una investigación que reconstruya, de la mejor y completa manera posible, aquella historia.

¿Apagón? Teatro concentracionario en Chile: genealogías y continuidades

La escena teatral chilena ha sido, indudablemente, un lugar de memoria protagónico en toda la posdictadura; un espacio importante para la construcción de la memoria nacional, y la elaboración de su crítica.

Hablando desde la perspectiva de la historiografía teatral, es importante señalar que una gran parte de la labor historiográfica que se ha llevado a cabo en torno al teatro moderno –y sobre todo, post 1973– ha sido iniciativa de muchos/as sociólogos/as, filólogos/as o historiadores/as de la cultura.

Esta discusión ha ocupado a una gran parte de la academia en los ochenta y en los noventa y ha conocido un declive a partir de los dos mil (con la excepción de un rebrote en torno a la conmemoración de los 40 años del Golpe, en 2013, y de los 50 años, en 2023).

El diálogo historiográfico ha quedado en suspenso, sobre todo, en torno al mismo periodo de la dictadura: lo que representó el Golpe de 1973 para el sector teatral y, por consiguiente, lo que ha sido del teatro chileno en dictadura es quizás la conversación más inconclusa en la historiografía teatral nacional hasta el día de hoy.

Desde la academia, los cincuenta años del Golpe de Estado nos enfrentaron con la interrupción de esta labor historiográfica, y con la dificultad persistente de pensar algún tipo de continuidad en el desarrollo del teatro chileno post 1973.

Tenemos claro el concepto de una identidad del teatro chileno previo al Golpe: sea desde la perspectiva de una renovación del teatro nacional en la década de los cuarenta, o de una historia ininterrumpida de teatralidades sociales, militantes y populares desde inicios del siglo XX, la continuidad del relato histórico-teatral se mantiene de manera constante hasta el año 1973. Se ha logrado, luego, restablecer cierta continuidad historiográfica entre la época de la dictadura y la actualidad, apuntando —desde aproximadamente el año 1976— a la aparición de un “nuevo teatro”, nacido en dictadura y principal protagonista de las transformaciones duraderas del teatro chileno a lo largo de la postdictadura y hasta el día de hoy.

Sin embargo, el periodo de 1973 a 1976 ha sido el que más ha entorpecido los intentos historiográficos; y persiste, luego de cincuenta años, la “impresión” de una discontinuidad.

Insistiremos en la palabra “impresión” porque, más que un consenso dentro de la academia, se trata más bien –creemos– de la naturalización de un paradigma del quiebre. Es más, muchos trabajos han expresado de forma más o menos abierta sus inquietudes sobre este tema e incluso la intuición de una posible continuidad. Hace cuarenta años, en 1983, las/os sociólogas/os del CENECA María de la Luz Hurtado y Carlos Ochsenius publicaban un estudio fundamental para la historia teatral del período: Transformaciones del teatro chileno en la década del 70’4. El mismo año, Grínor Rojo publicaba desde los Estados Unidos otro texto de importancia sobre el tema: Muerte y resurrección del teatro chileno5.

Esos dos textos fundacionales inauguran un debate historiográfico sostenido sobre el teatro de los setenta, y las consecuencias a mediano y largo plazo del Golpe de 1973 sobre la evolución del teatro chileno.

La investigadora británica Catherine Boyle plantea una preocupación semejante por el problema de la continuidad en sus trabajos publicados en 1992, a raíz de dos estudios realizados en Chile en 1985 y 1988. Si bien representa evidentemente una ruptura, el momento de una pérdida de la coherencia dentro del desarrollo del teatro nacional, la confusión historiográfica que genera el Golpe se ha expresado de manera notable en todo el debate que genera todavía hoy el controvertido concepto de apagón cultural (Campos Menéndez, 1983; Donoso Fritz, 2019; Hurtado y Ochsenius, 1983; Jara Hinojosa, 2020; Rojo, 1983). Si el Golpe se convierte en un momento de fractura historiográfica, es bien porque:

“Esa ruptura con el pasado es producto de la contingencia política, y no de un proceso artístico natural que haya puesto en cuestión los métodos de producción y creación, o el rol del teatro en la sociedad.”

Boyle, C. M. (1992). Chilean Theatre, 1973-1985: Marginality, Power, Selfhood. Fairleigh Dickinson University Press, p. 164. La traducción es nuestra.

Con lo anterior, queda abierta la pregunta por re-elaborar parte de nuestra historia teatral y, de este modo, contribuir a nuevas lecturas y referentes en ámbito teatral.

Es importante señalar que una gran parte de los/as que participaron de los teatros concentracionarios salieron exiliados/as al extranjero y ahí siguieron creando, dando paso a una continuidad de su “temporada concentracionaria”.
Ése es el caso del Teatro Aleph, radicado en Francia; del Teatro Sandino, en Suecia; del Teatro Vuelvo Al Sur, en Ginebra; y de muchos más, compañías chilenas cuyo camino dentro de la historia teatral nacional ha llevado a dos territorios extremos creados por la dictadura: dentro de la cárcel y fuera del país.

Los/as que, al salir del campo, no se reincorporaron al sector teatral nacional lo explican de distintas maneras: muchos/as eran aficionados/as y no volvieron a repetir la experiencia; para otros/as, las oportunidades laborales en el teatro, en dictadura, no les ofrecían medios de subsistencia; otros/as, con arresto domiciliario, aterrorizados/as o traumados/as, se vieron obligados/as a mantener un perfil bajo.

Un caso notable de continuidad histórica-teatral en los setenta es finalmente el ejemplo de los/as que volvieron a integrar el sector teatral o televisivo en Chile. Para mencionar tan sólo algunos/as de ellos/as, podemos destacar a Frida Klimpel, emblemática actriz de la ATEVA, en Valparaíso, en los ochenta y noventa (actriz del grupo de teatro en el campo de Tres Álamos mujeres); Carlos Genovese, actor, director y dramaturgo del grupo de teatro del campo de Puchuncaví que pasaría a integrar el Ictus a fines de los setenta; o el comediante Jorge Navarrete quien, antes de llegar a la televisión, fue una figura emblemática del teatro en el campo de Pisagua.

1 Calveiro, P. (1998). Poder y desaparición: Los campos de concentración en Argentina. Colihue, p. 134.. (volver al texto)
2 Guglielmucci, A., & López G., L. (2019). La experiencia de Chile y Argentina en la transformación de ex centros clandestinos de detención, tortura y exterminio en lugares de memoria. En Hispanic Issues On-Line, 22, 57-81.. (volver al texto)
3 La única excepción en este aspecto siendo el caso de Pisagua, donde el campo de concentración y pueblo pesquero entero cumplían con una finalidad de apremio físico y síquico mucho más extremo, constante y sistematizado.. (volver al texto)
4 Hurtado, M. de la L., & Ochsenius, C. (1982). Transformaciones del Teatro Chileno en la década del 70. En Teatro chileno de la crisis institucional 1973-1980 (antología crítica), CENECA, 1-49.. (volver al texto)
5 Rojo, G. (1983). Muerte y resurrección del teatro chileno: Observaciones preliminares. En Cahiers du monde hispanique et luso-brésilien, 40, 67-81.. (volver al texto)

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